Por Salvatore Scimino
15 de marzo de 2012
Después de la matanza de las focas, Mardoqueo había quedado muy tocado. No se quedó quieto, indagó todo lo que pudo sobre las ONG que no estaban para timar y que de verdad ayudaban a la Tierra. Encontró una y se hizo socio. Ya era algo.
Aún no había conectado lo de los DVDs con los derroches de recursos naturales. Su colección de videos sobre historia natural era inmensa y los sábados se la pasaba en la biblioteca estudiando todo lo que podía.
Marina era su tesoro. Era una mujer sencilla, inmensamente amorosa y una buena cocinera. Mardoqueo la amaba profundamente, con todo lo que podía sacar de las cuerdas de su corazón. Su amor era correspondido. Ya no podía pedir más a la vida. Solo le quedaba una cosa. Conectar esa cuerda umbilical con la Tierra y por allí ella y él marchaban juntos.
En este camino se apoyaban uno con el otro. A veces Marina servía de bastón a Mardoqueo. Otras veces era él quien sujetaba a Marina. Su amor por la naturaleza se había convertido en un capullo imposible de romper y lo que se estaba transformando dentro al romperse desbordaría en bellas mariposas multicolores.
Polinizadores como los que saldrían de la crisálida de ellos es lo que de verdad necesita la Tierra. La naturaleza nunca cesa de sorprendernos, siempre está inventando maravillas que pocos humanos las ven.
Una noche después de ver un documental sobre hormigas, mientras Marina se preparaba una infusión de menta, Mardoqueo cogió uno de los libros favoritos de su madre, uno que relataba la vida de "Il Poverello" (el pobre pequeño) como se le conoció a San Francisco de Asís en sus días.
Lo abrió al azar y las líneas que aparecieron fueron palabras que arrullaron su corazón. Le recordaba su niñez cerca de la fogata en el regazo de su madre en casa, mientras ella con mucho entusiasmo le contaba cuentos e historias. Estos recuerdos fueron los que llevaron a Mardoqueo a cambiar de empleo.
Le decía su madre que en una edad que maltrataba y ultrajaba a las mujeres, San Francisco de Asís las exaltaba. Ella le contaba que el santo se distinguía por su extraordinaria falta de ego y porque fuese quien fuese ya fuera papa, sultán, mendigo o ladrón que miraba dentro de los ojos del santo, esa persona sabía que San Francisco estaba interesado en él o ella, que la valoraba y la apreciaba como chispa divina.
Lo que más le impresionó al niño Mardoqueo fue que su madre decía que San francisco vivía en perpetuo éxtasis espiritual. El santo amaba las flores, los pájaros, el agua, el fuego, cualquier animal y la gente.
El nuevo empleo de dibujante de animales para revistas le permitía más tiempo para reflexionar sobre la vida, la cual por cierto había cogido otro rumbo. Gracias a su madre y a los buenos consejos de Marina su barco navegaba hacia un horizonte brillante. Y lo que Marina le aconsejaba él siempre escuchaba porque ella no se equivocaba. Marina tenía el don de conocer a la gente de primera vista. Marina era escritora.
Los dibujos del libro lo habían trasportado a otro tiempo y espacio. Parecía que todo había ocurrido ayer. El ruido de un frenazo de coche le sacó de ese mágico mundo. Y justo en ese momento salió de la cocina Marina.
"Sabes Mardoqueo, que esta mañana me he enterado de una cosa que me ha llamado muchísimo la atención. Y me ha dejado pensativa", le dijo ella a él.
¿De qué se trata?, le preguntó él.
"Leí un reportaje de un corresponsal en Indonesia que contaba la historia de la conexión de la destrucción de los bosques con la simple margarina, el jabón de belleza y otros artículos que forman parte de nuestra vida cotidiana. Y los compramos y no nos enteramos del daño indirecto que hacemos a la naturaleza y causamos pobreza al emplearlos nosotros", le relató ella.
"La verdad es que somos muy ignorantes sobre todo lo que vemos en las tiendas y supermercados. Creo que si cada vez que tocásemos algo en la tienda y gritase como cerdo herido, pueda que nos enterásemos. Bueno, a veces pienso que ni así. Pero vale la pena aprender de todo esto. Todos tenemos que ganar si orientamos la cosa por otro camino", agregó él.
Se notaba ya una bien encaminada madurez de pensamiento en ambos. Poco a poco iban descubriendo los entresijos del mundo moderno. Y con ello su manera de vivir iba cambiando y cambiaría aún más.
Ambos se acomodaron en el sofá de la sala para ver un corto reportaje (Video 1) sobre un jabón usado para lavarse la cara, lo cual conducía a un desastre ecológico escondido.
La perfección no está en cómo se hacen las cosas sino en cómo las miramos. Y aquí en este horizonte todos tenemos mucho camino por andar.
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